Al finalizar el año dedicado a la figura de San José, inspirándonos en la hermosa Carta Apostólica del Santo Padre Francisco, Patris Corde, nos ha parecido bien pensar en nuestro Fundador, Francisco de Paula, considerando los aspectos que el Papa reconoce como característicos de la figura del padre putativo de Jesús.
Tres actitudes son indispensables para que se pueda hablar de obediencia filial: predisposición a la escucha, apertura humilde y, en fin, abandono confiado. Es muy distinta de la obediencia servil, que es ejecución de una orden vista como una obligación, una imposición sufrida. La obediencia de Francisco de Paula, al igual que la de San José, fue la de hijo un amado que tiene plena confianza en la Voluntad del Padre. De niño aprendió a comprenderla, reconociéndola en los acontecimientos, leyéndola en su propio corazón, discerniendo los movimientos del Espíritu Santo. Al finalizar el año votivo pasado en San Marcos Argentano, entendió que tenía que rechazar la invitación de los Frailes Menores para quedarse con ellos y motivó su decisión afirmando con convicción: «No es la voluntad de Dios.». Las mismas palabras dijo muchos años después, lo que subraya su camino de perseverancia en la obediencia:
Veinte años antes de ir a Francia el buen Padre ya dijo muchas veces a sus religiosos que tendrían que ir a un país lejano cuya lengua no entenderían, ni aquéllos la suya. Los frailes le dijeron: “Buen Padre, ya que no conseguiremos entender su lengua, ni ellos la nuestra, ¿para qué quieres que vayamos? y ¿qué vamos a hacer allí?”. Respondió: “Se ha de cumplir la voluntad de Dios!”. (Anónimo).
Escucha- apertura-abandono. Al ir creciendo, por lo tanto, estas actitudes se perfeccionaron en Francisco, haciendo que la Voluntad del Señor fuera cada vez más inteligible y así cuando algunos le pidieron poder vivir con él la vida eremítica se puso enseguida a la escucha de Dios, sin atrincherarse en sus planes, ni apegarse a la idea que se había hecho en aquellos años de soledad, sobre la forma de vida que quería llevar y con apertura humilde se abandonó plenamente al querer divino, cambiando nuevamente toda la impostación de su vida. ¿Cómo no relacionarlo con San José, que renunció a sus planes para abrazar el Plan de Dios y que al menos cuatro veces supo reconocer en el sueño la manifestación del querer del Altísimo?
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní (Patris Corde 3).
¡Así hizo nuestro Fundador! Al principio Padre de un pequeño grupo de ermitaños, después, Padre de una Orden grande, Francisco de Paula, como el carpintero de Nazareth, supo ser Padre en la obediencia porque siguió viviendo como un hijo obediente, capaz de guiar a otros en el camino trazado por el Espíritu.
Lejos de ser sinónimo de debilidad, la ternura es más bien grandeza de corazón. Sólo quien ama sabe lo que es la ternura y sólo quien deja espacio a la ternura puede ser compasivo, puede comprender la debilidad de los demás y hacerse cargo de ella, puede perdonar el mal sufrido hasta el punto de olvidarlo. Si San Francisco es presentado comúnmente rudo, fuerte, silencioso ermitaño, también es cierto que en su vida mostró una gran ternura. Como padre y Fundador, se ocupó de sus religiosos con exquisita atención. Esto resulta evidente en la Regla cuando se habla del cuidado que se debe dar a los enfermos, o de la condescendencia ante la necesidad de aquellos que sufren continua debilidad; también se ve en otros detalles con los que se mitigan las austeridades cuando sirve para ayudar a un determinado fraile y cuando se exhorta al perdón recíproco. Un Padre tierno espera generar hijos capaces de la misma ternura, atención, dulzura, sensibilidad del alma, apertura de corazón.
Pero nosotras, Mínimas, de manera particular, captamos su ternura en algunos gestos que nos hicieron estimarlo como un Padre premuroso y solícito a pesar de la distancia. En efecto, cuando terminó la redacción de nuestra Regla, sin esperar la aprobación apostólica, nombró un Vicario suyo para la dirección y formación de las primeras Monjas Mínimas (recordamos que la segunda Rama de la Orden surgió en España). Y no eligió un Vicario cualquiera sino a padre Giovanni Abundance que había sido el primer Provincial en España, elegido por orden del mismo Fundador en el 1496. Un hombre cuya santidad era estimada por todos en la Orden. San Francisco, de este modo, se asumía personalmente la responsabilidad de las Mínimas, en la figura de su Vicario. A través de él envió a cada monja un rosario como regalo, un signo sencillo, pero de amor paterno.
San Francisco fue también un Padre tierno para los numerosos fieles que acudían al convento. En los procesos se lee que un hombre vino a Paula para pedirle al Fraile que curase a su hijo gravemente enfermo, Francisco, habiendo conocido en espíritu que el muchacho había muerto ya debió informar al pobre padre que rompió a llorar. El buen Padre, conmovido, se prodigó en confortarlo y le profetizó el nacimiento de dos hijos al año siguiente y, en fin, lo despidió consolado. San Francisco curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos y manifestaba una gran ternura hacia los pecadores arrepentidos invitándoles a que se confesasen: a barrer la propia casa, es decir, la conciencia, para reconciliarse con el Señor y obtener su perdón. Precisamente el anónimo contemporáneo, su primer biógrafo, testimonia esta dulzura con la que el ermitaño lograba que quien había cometido un error se arrepintiera y cambiara vida, moviendo a todos a confiar en el perdón de Dios que ¡nos espera con los brazos abiertos!
Bajo esta última prospectiva transcribimos otro pasaje bellísimo de Patris Corde:
Il Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola… (Patris Corde 2).
Así como Jesús y María vieron la ternura de Dios en José, así en Paula muchos vieron en Francisco la ternura de Dios: sus brazos eran los brazos de Dios tendidos hacia el hombre caído, el hombre herido, el hombre llagado en el cuerpo y el hombre llagado en el alma.
En la Orden, solemos considerar la acogida en San Francisco en la dimensión de la hospitalidad, pero la Carta del Papa nos ha llevado a considerarla desde un punto de vista diferente. El Papa escribe:
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones. La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge…
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia (Patris Corde 4).
¡Acoger la propia historia! El Pontífice habla refiriéndose a San José y creemos que también se ha realizado en la vida de San Francisco. Cumplir la voluntad de Dios con gran fidelidad y docilidad: es el resumen de toda su vida. Sin grandes manifestaciones externas, sin ninguna revelación particular, sólo en la humilde acogida de lo que Dios le presentó cada día, año tras año, en los más variados acontecimientos, en situaciones fáciles o difíciles, sin buscar respuestas de su parte, en situaciones fáciles o difíciles, sin buscar respuestas de su parte, y mucho menos querer entender el plan de Dios para él, cómo un siervo bueno y obediente se puso totalmente al servicio de la obra que Dios le confió gradualmente, haciendo que los talentos recibidos fructificasen al máximo.
Usando la riqueza de su fuerte carácter apasionado y de su tenacidad, nunca se rindió ante ningún obstáculo, sino confiando sólo en el poder de Dios que “hace maravillas”, siguió adelante con ardor y decisión, a contracorriente, dejando que Dios hiciera lo que humanamente a su propia fuerza y capacidad hubiera sido imposible. Todo ello con profunda humildad, como si no fuera el protagonista de esta historia.
Habiendo pasado ya el límite de los sesenta y cinco años de edad, de los cuales más de cuarenta vividos como ermitaño, en continua oración y ardua penitencia, Francisco continuará caminando de virtud en virtud, de bien en mejor, configurándose cada vez más a Cristo Crucificado. Cuando tuvo que dejarlo todo e ir a Francia, para cumplir lo que comprendió que era la voluntad de Dios, tenía bajo su responsabilidad cinco comunidades de ermitaños, fundadas hacía pocos años; él mismo siguió los primeros tramites cuidando de la organización, nombrando a los superiores y delegados que llevarían a cabo las fundaciones, sin descuidar formarlas con sus amonestaciones y ejemplos para una vida de total configuración a Cristo dedicada a la oración y a la penitencia. Aunque la precariedad de los inicios hiciera pensar humanamente en la necesaria presencia del Santo Padre entre los suyos, ante la orden del Papa de ir a Francia, Francisco, como un nuevo José, inicia su éxodo, sin saber qué se encontraría y qué pasaría con lo que dejaba sino yendo hacia el futuro con sentido de la responsabilidad y acogiéndolo en toda su novedad.
Leamos una vez más otro pasaje de Patris Corde, que corrobora lo que se acaba de decir:
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona (Patris Corde 4).
De la experiencia francesa de San Francisco podemos destacar otro acontecimiento que pone de relieve su capacidad para comprender el Plan de Dios y acogerlo en su totalidad.
Por el relato que nos han dejado las fuentes, sabemos con certeza que, tras la repentina muerte de Carlos VIII, Francisco creyó que había concluido su experiencia en la Corte de Tours y que podía regresar a Calabria, su amada Tierra, y tomar de nuevo las riendas de su obra. Se dispuso a volver a Italia con el permiso del nuevo regente, Luis XII, duque de Orleans, que, al no conocer al fraile ni su influencia en la Corte, no consideraba un problema otorgarle el salvoconducto para regresar a su patria. Francisco se había puesto ya en camino, cuando el Rey, informado del papel que había desempeñado el ermitaño en todos aquellos años y aconsejado de que no le dejara partir, envió una orden revocando el salvoconducto concedido y llamó de nuevo a la Corte al buen fraile que se sometió a la voluntad del Rey viendo en ella la intervención de Dios. No es difícil imaginar la lucha que se libraría en el interior de San Francisco que, a pesar de todo, es capaz de reconciliarse con su historia, la historia que Dios ha querido trazar y que él aceptó fielmente.
Pero dejémonos iluminar de nuevo por algunas palabras de la Carta Apostólica que estamos considerando, y por la figura de San José. Leamos lo que escribe el Papa:
Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo (Patris Corde 4).
San José supo ver en los acontecimientos que le ocurrían y que no pocas veces rompieron sus panes, interrumpieron sus proyectos, a veces los destruyeron totalmente, el Plan del Altísimo y lo mismo podemos decir de nuestro Fundador.
Continuando esta comparación con la personalidad de san José, tomamos esta otra característica mencionada por el Papa: Padre en la valentía creativa. Dice la carta apostólica:
La valentía creativa surge especialmente cuando encontramos dificultades. De hecho, cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener. Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre (Patris Corde, 5).
A José Dios le confía sus bienes más queridos: Jesús y María. A nuestro Santo Padre, Dios, ¿qué bien le confía? Su familia religiosa, de la que es el Padre y el Fundador.
Francisco supo leer y ver la mano de Dios en su historia personal y en los acontecimientos de su Orden, acogiendo las pequeñas y grandes manifestaciones de la voluntad divina que se presentaban gradualmente en su existencia, no poniendo nunca ningún obstáculo al cumplimiento de la voluntad de Dios, sino adhiriendo a ella con un espíritu magnánimo de fe y en total adhesión y obediencia. Nunca se negó a hacer la voluntad de Dios, incluso cuando llevarla a cabo significó para él un giro copernicano de toda su vida. Mencionemos sólo algunos hechos:
El notable cambio que tuvo lugar tras su llegada a Francia con la transición de la vida eremítica a la cenobítica o conventual requerida por las nuevas exigencias de la vida encontradas por el Fundador en el nuevo entorno en el que tuvo que implantar su movimiento. Francisco, supo aceptar las cosas válidas y buenas que aquella nueva realidad presentaba y rechazar las cosas superfluas que no reflejaban su estilo de vida, adaptando las cosas esenciales y fundamentales sin traicionar el carisma que había recibido y que guardaba celosamente intentando moldearlo fielmente.
Después de tantos años de espera -habían pasado 72 años desde que Francisco acogió a sus primeros compañeros en Paula, arduos años de intenso trabajo en la redacción de su Regla- en 1502 obtuvo la aprobación de una Regla propia en la cual poder delinear su carisma y su estilo de vida; una Regla que, al aprobarla, el Papa definió como “luz para iluminar a los penitentes”.
Tener este tesoro en sus manos, después de tanto sufrimiento tanto dentro como fuera de la Orden: era recibir la coronación de sus trabajos, no solo eso, era la respuesta de Dios que le aseguraba que estaba en el camino correcto. El itinerario de organización y adaptación llegaba a su fin. “En nombre del crucificado” Francisco comenzaba su Regla.
Pero en los últimos años de su vida surgió un hecho totalmente inesperado. En Andújar, tras recibir la nueva redacción de la Regla, las Hermanas no se manifestaron completamente satisfechas. Dicho documento no satisfacía todo el anhelo que llevaban en el corazón, ya que pretendían vivir el carisma en mayor soledad, con una separación más radical del mundo. Por lo tanto, escribieron a Francisco, su fundador, en marzo de 1503 para pedirle que pudieran vivir como monjas de clausura. Solo habían pasado seis meses desde la aprobación de la Regla cuando Francisco recibió esta solicitud de las Hermanas, un evento que lo puso una vez más en la urgencia de dar una respuesta.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar (Patris Corde, 5).
Su respuesta no tardó en llegar: despertando la maravilla de todos, no sólo respondió a las Hermanas de manera positiva, considerando legítimo su deseo de vivir con mayor radicalidad el carisma abrazado, sino que teniendo que preparar una Regla para ellas, también tomó en sus manos la escrita para los hermanos junto con la de los terciarios y, recompuso los textos realizando una obra de unidad y esencialidad para su familia religiosa. Nacieron así cuatro nuevos códices: la Regla de los hermanos (cuarta y definitiva redacción), la Regla de las Hermanas (primera y única redacción), el “Correctorio”, donde establece normas prácticas y disciplinarias de organización y conducta, adecuadas para formar y corregir; y la Regla para los Fieles Seglares, también simplificada en su conjunto. Así, a partir de la dificultad, su valiente iniciativa le llevó a captar una nueva posibilidad.
…El Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo siempre la confianza en la Providencia. …Dios actúa a través de eventos y personas (Patris Corde, 5).
La Carta apostólica menciona de un elemento que es quizás de los más característicos de San José y también de San Francisco: el trabajo. Ambos fueron trabajadores que nunca temieron la fatiga.
El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la salvación -explica el Papa- en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo para los demás… La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea (Patris Corde, 6).
Y así nos gusta imaginar a San Francisco el cual, dondequiera que fuese, lograba reconstruir su hábitat que revelaba el fuerte vínculo con el mundo de la tierra y del trabajo. Elegía lugres en las afueras del centro habitado, se ingeniaba para cultivar su huertecillo. Había crecido así: hombre práctico, trabajador, hombre de oración y de grande penitencia. Por eso, la Mínima debe amar el trabajo sabiendo que la profundidad de su vida interior y el progreso en la virtud, sobre todo en la paciencia y en la humildad, se miden por el empeño y la aplicación. Además, cada una puede así dar su aportación a la Comunidad de la que forma parte, asegurando que los dones recibidos, en lugar de fomentar el individualismo, produzcan frutos de comunión.
El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la salvación en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la familia (Patris Corde, 6).
Recordando las palabras de San Pablo VI, el Papa Francisco reafirma que la paternidad de San José se expresó:
al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber utilizado la autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia, para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo…Por su papel en la historia de la salvación -sigue el papa-, San José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo cristiano (Patris Corde, 1).
Estas palabras nos han hecho pensar en la paternidad de san Francisco y en el don que hizo de sí mismo a Dios y a su Iglesia, en particular a nuestra Orden por la que trabajó, sufrió, suspiró hasta el último momento de su vida, cuando con un brasero ardiente en las manos recordó a sus frailes que nada es imposible para los que aman a Dios, estimulándolos a la fidelidad al carisma cuaresmal.
Por este papel de Fundador, por este don total de sí mismo, San Francisco fue y es un Padre amado. Nosotras, Mínimas, desde los primeros albores de nuestra vocación, nos hemos referido a él como el Padre bueno y solícito. Si ha transmitido en la tradición de nuestros monasterios el dicho: “vayamos al santo Padre, él proveerá” e verdaderamente siempre provee.
Pero hay un episodio que se transmite de una generación de Mínimas a otra y que expresa de manera sugestiva el amor mutuo entre el Padre Fundador y sus hijas. Se trata de un episodio cuya historicidad no podemos asegurar, ya que la crónica de Andújar fue destruida durante la Guerra Civil Española de la primera mitad del siglo XX, pero que las monjas han seguido transmitiendo con abundantes detalles, lo que hace suponer que algo verdadero puede haber en ello. Se cuenta que, el 31 de marzo de 1507, San Francisco se apareció a una oblata Mínima. Eran sus últimos días de vida, como bien sabemos, y el Santo Ermitaño estaba en Francia, pero según la tradición, consciente de que su muerte se acercaba, quiso despedirse de sus hijas. Esto es lo que sucedió de acuerdo con lo que se ha transmitido durante siglos: la Mínima mientras estaba limpiando vio a un hombre parado al pie de la escalera principal del monasterio; era anciano, con una barba larga y gris, llevaba el hábito de los Mínimos, el capucho le cubría la cabeza, un bastón en las manos. Se presentó descubriendo su rostro e invitó a la monja, que se había postrado ante él, a decir a las hermanas que vinieran, porque quería saludarlas antes de su partida al Cielo. Ella respondió asombrada que nadie la creería, que pensarían que había perdido la cabeza, pero el Santo Padre simplemente le respondió: «Por caridad, ¡extiende la mano!». ¡La monja era manca! Sin hacer preguntas, obedeció rápidamente y extendió su brazo derecho que no tenía mano, san Francesco lo cogió entre sus manos, luego lo bendijo haciendo la señal de la cruz sobre él e instantáneamente comenzó a crecerle la mano que le faltaba. En ese momento el Santo Padre le dijo: «¡Ve a llamarlas, porque ahora te creerán!». Efectivamente, las monjas, ante algo tan evidente, creyeron el relato de la hermana que llena de emoción les anunciaba que en el claustro estaba San Francisco esperándolas e inmediatamente corrieron al encuentro del amado Padre. Según el mismo relato, san Francisco anunció su muerte inminente y les recomendó a todas fidelidad a la Regla recibida. Dejó como regalo una sencilla tacita de madera, conforme al estilo propiamente pobre y austero que lo había distinguido toda su vida, finalmente, las bendijo y desapareció. Pero ¡el relato no termina aquí! Llegó el Viernes Santo. Conocemos muchos libros en los que se cuenta la muerte de nuestro Santo Padre, pero sólo el padre Morales contó lo sucedido en Andújar en el monasterio Jesús María de las Monjas Mínimas. Las monjas estaban en el Coro reunidas en oración, eran las 15.00 de la tarde, el recogimiento fue interrumpido repentinamente por un sonido festivo de campanas: eran las campanas del monasterio. Se miraron con asombro, estaban todas allí, ¿quién podía tocar en ese momento? Fueron a ver, y comprobaron que estaban tocando solas, sin que nadie las tocara. Las monjas no supieron interpretar inmediatamente el hecho, después, cuando supieron por los frailes la hora en que San Francisco había pasado de esta vida a la eterna entendieron que con esas campanas él mismo les anunció que había llegado el momento de su tránsito a la bendición del Cielo.