Las monjas Mínimas describen la belleza de una vida entregada a Dios
Cuando una joven comunica su decisión de entrar en un monasterio de clausura o, mejor, el deseo de decir sí a la llamada de Dios, es casi seguro que se encontrará con esta afirmación: “¡Estás desperdiciando tu vida!”.
Sí, es cierto, para el mundo nuestra vida es una existencia desperdiciada, nuestros dones están escondidos, no se pueden manifestar, nuestras posibilidades son muy limitadas. ¡Pero, qué equivocado está el mundo! Comentando entre nosotras qué responderíamos hoy a estas afirmaciones, después de muchos años en el monasterio, surgió un riquísimo intercambio de impresiones, todas las cuales conducen a la misma conclusión: la vida de una monja contemplativa se realiza plenamente, sus dones no sólo no están escondidos, sino que incluso encuentran su plena manifestación en el estar a disposición de un Dios tan creativo que es capaz de utilizarlos para los fines más nobles: ¡La salvación de las almas!
Una de nuestras hermanas mínimas, al inicio de su vida religiosa, hablando con la Correctora le dijo: “Madre, mi familia me dice que estoy desperdiciando todas mis cualidades, estando en clausura” y la sabia Madre le respondió: “Pensemos que fuera así, ¿acaso Dios no tiene derecho a pedirte que desperdicies esos dones que Él mismo te ha dado? Pero, la verdad es que con Él tu vida no se desperdicia, sino que se sublima” La monja, en efecto, tiene esta experiencia de sublimación de la propia existencia, porque la radicalidad de su entrega a Dios le permite adherir totalmente a la acción de la gracia, dejándose poseer totalmente por el Espíritu que la llevará a vivir “por Cristo, con Cristo y en Cristo” como perpetua “alabanza de la gloria del Padre”.
“Si te dijeran hoy que has desperdiciado tu vida entrando en el claustro, ¿qué responderías?”, fue la pregunta que hicimos a las hermanas de nuestra comunidad y de otras comunidades. Una monja con una prontitud que no deja lugar a malentendidos respondió: “Si he desperdiciado mi vida de esta manera, la volvería a desperdiciar por segunda vez”.
Una objeción clásica a estas afirmaciones es que una vida verdaderamente realizada es la de quien hace el bien a los demás. ¡Y cuántas veces nos han dicho que hubiéramos hecho mejor en ir a las misiones, porque habríamos ayudado a tanta gente necesitada! Esto, sin embargo, es un razonamiento totalmente humano. La mejor respuesta es que , si no se hace la voluntad de Dios ¡no se puede ser útil a nadie! Si una joven, llamada al claustro, se dejara convencer por estas declaraciones, y decidiera marcharse a algún país remoto, acabaría insatisfecha y haría insatisfechos a los que la rodeasen. Y viceversa, si una joven llamada a la misión decide entrar en el monasterio, resistiría muy poco y sería una persona deprimida por todo el tiempo que se esforzara en vivir en el claustro.
Además, la afirmación de que habría sido más útil para el mundo trabajar en un hospital o en una casa de acogida, no tiene en cuenta el valor de la oración y su eficacia ante Dios. Quien vive en un monasterio experimenta diariamente el poder de la oración elevada al Cielo en favor de sus hermanos y hermanas. Las situaciones consideradas sin solución, las relaciones que parecían destruidas, etc., se salvan por el poder de la oración, no por quien la hace, que quede claro, ni por la santidad de los que oran (sería un desastre), sino porque a Dios le agrada y acoge misericordiosamente la oración hecha con fe por el bien de nuestros hermanos y hermanas.
Cuando se experimentan continuamente estos pequeños y grandes milagros obtenidos por las oraciones que golpean incesante e insistentemente el Corazón de Dios, se comprende la utilidad de la vida de una monja de clausura. No en vano la Patrona de las misiones es precisamente una monja contemplativa: Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz. Y esto se explica por el hecho de que la Iglesia ha reconocido que de la vida entregada de los contemplativos brota una savia que colabora con la acción de los misioneros, de los sacerdotes, de todos los fieles e implora el perdón de los pecados de los que se han equivocado, impulsándolos a acoger el mensaje que reciben de los evangelizadores.
La experiencia común de las personas que han sido llamadas a la vida de clausura (y en general de quien ha aceptado la llamada de Dios, sea cual sea) es la de sentirse realizadas y felices. ¿Y cómo se puede definir desperdiciada una vida que es feliz, una vida vivida en alabanza a Dios, en gratitud a quien nos lo ha dado todo, en la alegría de la fraternidad?
Una venerable monja, cuando las más jóvenes le preguntaron qué haría si volviera a nacer, respondió francamente: “Exactamente lo que hice. Y si volviera a nacer mil veces, mil veces volvería a tomar la decisión que tomé hace muchos años“. Esta hermana murió hace tiempo, pero sabemos por quienes vivieron con ella que, a pesar del dolor de la grave enfermedad que padeció durante años, nunca perdió la alegría de la vocación. Una experiencia similar fue la de una joven monja a la que se le había diagnosticado una enfermedad incurable. Después de recibir la noticia de los médicos, dijo a su Correctora: “Nadie me quitará la alegría de ser de Dios”.
Ser de Dios: ¡qué alegría tan inmensa e indescriptible! Qué honor para unas pobres mujeres como nosotras que hemos sido llamadas, quién sabe por qué extraño designio de Misericordia, a vivir siempre con Jesús y para Jesús, haciéndonos a través de él una ofrenda viva al Padre en el Espíritu Santo.
Es oportuno decir, entonces: ¡qué hermosa es nuestra vida desperdiciada!