Los santos, todos ellos, fueron figuras ricas en diferentes facetas, precisamente porque eran santos, es decir, llenos del Espíritu de Dios y de sus riquezas multiformes. Fueron portadores de la luz de Dios, y nosotros, cuando los contemplamos, captamos en su esplendor ese rayo de luz que ilumina nuestras necesidades. Así lo fue, entre muchos otros, San Francisco.
Nacido en Paola el 27 de marzo de 1416 por intercesión del santo de Asís, cuyo nombre llevará, después de haber servido como oblato durante un año en el convento de los franciscanos de S. Marcos Argentano, cuando era poco más que un adolescente, decidió convertirse en ermitaño, y así comenzó el largo camino que lo llevará a ser contado entre los más grandes santos de la Iglesia de todos los siglos.
La elección del desierto
Los testigos de los Procesos declararon que sus padres eran cristianos ejemplares, virtuosos y también que en familia se vivía una vida muy austera; particularmente de su padre, Jaime, se nos dice que solía practicar el ayuno, las oraciones nocturnas y otras formas de mortificación. También sabemos que en su adolescencia tuvo contactos con la espiritualidad benedictina y franciscana que dejarán en él una profunda huella, sobre todo esta última, por la ardiente y tierna devoción que nutría hacia el santo de Asís y que lo acompañará durante toda su vida. La biografía más antigua de San Francisco, la escrita por un fraile contemporáneo, nos ha dejado la noticia de que también tuvo la oportunidad de entrar en contacto con algunos de los muchos grupos de ermitaños que poblaron los Apeninos de Campania y Calabria. El impacto que le causaron aquellos hombres solitarios fue absolutamente decisivo, de modo que, según la narración de su discípulo, ya no regresó al hogar paterno, sino que se quedó fuera del pueblo, en una pequeña gruta o choza, al principio no muy lejos del pueblo. Más tarde, para esconderse del continuo ir y venir de devotos y curiosos, se adentrará en el denso bosque bañado por el torrente Isca, cerca del cual excavó una pequeña cavidad, lo suficiente para resguardarse de la intemperie y poder orar.
Este tenor de vida, mantenido durante varios años, viviendo en total soledad, comiendo hierbas crudas, bebiendo el agua del torrente y mortificándose con dureza, para dedicarse a la meditación y la oración, templó su espíritu de tal modo que, siendo aún joven, pudo contar con una fuerte experiencia en la lucha contra la debilidad de la carne y contra las insidias de la tentación. En el desierto, en efecto, Francisco ayunó, oró, hizo penitencia; y también aprendió, en la escuela del Espíritu, la importancia de ser hombre y de vivir el proyecto de la propia existencia como respuesta a un Amor que nos amó primero y que espera de nosotros correspondencia. Salió del desierto fortalecido en su opción por Dios como el valor supremo de la vida y fortalecido también en el conocimiento de sí mismo y, por lo tanto, aventajado en la humildad. Este, realmente, es uno de los efectos más sorprendentes que trae consigo la experiencia del desierto: precisamente porque nos separa de las cosas y nos hace distanciarnos de toda realidad, el desierto nos despoja de nuestras falsas seguridades y hace desaparecer ante nosotros el espejismo de ser los protagonistas del mundo; hace caer de nuestros ojos el velo que los cubre, permitiéndonos ver nuestros límites y salvándonos así del error que nos hace creer que somos lo que poseemos. El desierto nos hace tocar nuestra pobreza de criaturas, y por lo tanto genera en nosotros la humildad.
Francisco de Paula pasó en la gruta los años de su adolescencia y los primeros de su juventud, es decir, los años de formación y consolidación de su personalidad, y vemos que se convirtió en un hombre fuerte, precisamente porque se forjó en la esencialidad y la humildad. Cuando reapareció en la sociedad humana, concentrado totalmente en la maravilla de la contemplación del misterio de Cristo, de su humillación y de su despojo voluntario para enriquecernos con su pobreza, y decidido a imitar su ejemplo. En efecto, quien logra vencer el miedo a la humillación y al desprecio de los hombres, como Francisco de Paula, ya no teme a nada y se convierte así en un instrumento útil y dócil en las manos de la Providencia. A partir de entonces será la constante de su vida y de su espiritualidad en la doble dimensión de relación con Dios y con los demás. De hecho, enseguida comenzó a llamarse a sí mismo “el mínimo” y “el mínimo de los mínimos”, y a comportarse como tal no solo en su relación con Dios, sino también en su forma de comportarse con los hombres.
Pobreza y humildad, armas para vencer
Tal elección fue para Francisco, y sigue siendo para su familia religiosa, un desafío a los poderes de este mundo y revela su firme decisión de no someterse a la mentalidad común, sino de vivir de acuerdo con el espíritu y la enseñanza de Cristo, su Maestro y Redentor. Elegir para él y sus hijos el nombre de “Mínimo” es, de hecho, el rechazo más claro que Francisco podría haber opuesto a las potencias de este mundo: equivale a proclamar la propia libertad e independencia de criterio, de pensamiento, de actuación. No deseaba nada de lo que el mundo le pudiera ofrecer; por lo tanto, no tenía miedo de perder nada de lo que los grandes de esta tierra pudieran darle, y así logró mantenerse hasta el final de su vida en perfecta coherencia con su conciencia y en plena fidelidad a su único Señor. Francisco, según las palabras de la antífona que se recita cada viernes en su honor: “Imitando los ejemplos de Jesucristo, en la santidad y en la justicia, sufrió un continuo martirio, domó su cuerpo, despreció los halagos del mundo y peleando valerosamente contra el enemigo, padre de la soberbia, le derrotó con la pobreza y la humildad”.
La pobreza y la humidad fueron, en efecto, sus grandes armas. Con ellas consiguió vencer todas las insidias y todas las contrariedades.
Venció, Francisco, con la pobreza y la humidad cuando un legado pontificio se presentó en Paula para verificar la ortodoxia de su movimiento y, no encontrando nada que reprochar, le llamó la atención sobre la austeridad de vida que él y sus compañeros hacían, tratando de disuadirlo por todas las maneras. Con gran mansedumbre y humildad, el santo respondió al mensajero papal: “Es verdad, tiene razón, porque soy rudo y aldeano puedo hacer estas cosas”, mientras acercaba con sus manos unas brasas encendidas para calentar al invitado. Dicho monseñor, una gran figura de la Curia Romana, quedó tan impactado al ver al santo realizar tal milagro y al mismo tiempo comportarse con tanta humildad que, regresando a Roma e informando al Papa de lo sucedido, pidió su bendición para incorporarse al movimiento de Francisco, viviendo ejemplarmente en la Orden hasta el final de sus días.
Con pobreza y humildad el Ermitaño venció a un destacamento de soldados enviados por el rey de Nápoles para arrestarlo. Pensando que sería inútil e inconveniente la fuga que tantos le aconsejaban, se fue a la iglesia, donde, postrado ante el altar y poniendo su confianza en Dios como un hombre pobre, suplicó intensamente al Señor que se hiciera su santa voluntad sobre su siervo. Así fue como los guardias pasaron varias veces junto a él sin verlo hasta que Dios permitió que se hiciera de nuevo visible a sus ojos; entonces San Francisco los acogió y los trató con amabilidad y caridad, lo cual les impresionó de tal modo que lo veneraron como a un hombre de Dios y se volvieron a Nápoles con las manos vacías, aunque sabían que así estaban poniendo en peligro la propia vida.
La pobreza y la humildad de Francisco vencieron siempre, incluso cuando, aparentemente, el poder de los grandes llegó a prevalecer sobre él. Fue, de hecho, la prepotencia del rey francés Luis XI quien lo quiso en Francia con la intención de instrumentalizar su poder taumatúrgico para su propio beneficio. El santo resistió negándose repetidamente, pero Luis XI logró obtener del Papa, Sixto IV, un mandato de obediencia imponiendo a Francisco que fuera a Francia. Un mandato del que el ermitaño paulano conocía bien el origen y las motivaciones, y que a los ojos humanos aparecía desastroso para su naciente congregación. La tenía que dejar, en efecto, sin estar todavía consolidada huérfana y expuesta a la ferocidad de los poderosos del reino, que trataban siempre de devorarla, molestos por la enseñanza de los ermitaños. También aquí venció la humildad del pobre Francisco, quien, sometiéndose dócilmente al mandato del Papa, vio en Francia providencialmente allanarse el camino para la consolidación y extensión de su Congregación, articulada después como familia religiosa en primera rama (masculino), segunda rama (femenina, claustral) y tercera rama (seglar).
Francisco de Paula, el pobre, venció cuando rechazó sin miedo las magnánimas ofertas de los soberanos de Nápoles y Francia, incluso con el riesgo de atraer la ira real sobre él y su Congregación, y no se contentó con rechazar sus espléndidas donaciones, sino que valientemente los llamó a la honestidad y la justicia hacia sus súbditos.
Venció Francisco, el Mínimo, porque ni en Calabria, ni más tarde en Francia, ni las multitudes de pobres que acudían a él en busca de ayuda o consuelo, ni la admiración de los poderosos que lo aclamaban como un santo ya en vida, lograron despertar en él el menor sentimiento de soberbia o vanagloria.
Forjado por el Espíritu
Arrancado de su eremitorio y de su gente por el capricho de un rey cruel, se encontró en el centro de la corte más importante, pero también de la más depravada del tiempo, y allí demostró ser un hombre verdaderamente lleno del Espíritu Santo. Siendo rudo, sin cultura, vivió veinte años entre los más cultos y refinados de la época, fue consejero de tres reyes: el temido Luis XI, el joven Carlos VIII y el astuto Luis XII, cumpliendo los encargos que mientras tanto le confiaban los Pontífices romanos y favoreciendo la causa de la Reforma de la Iglesia. Contemporáneamente consiguió implantar su Congregación eremítica en Francia y obtener la aprobación de una Regla propia, no obstante las fuertes contradicciones y persecuciones sufridas por parte de otras Ordenes ya consolidadas. Y en todo esto no cometió imprudencia, y nadie pudo decir nada que no fuera edificante sobre él.
Siempre permaneció solitario, pero siempre acogedor. Sus formas eran aparentemente duras, pero en realidad eran delicadas hasta el punto de la exquisitez. A muchos de los que acudían a él pidiendo ser curados de patologías graves, cojos, paralíticos, personas que sufrían, les indicaba que tomaran una azada y trabajaran, que golpearan las rocas con un mazo o que le ayudaran a llevar vigas muy pesadas, y al obedecer su mandato, lograban hacer todo esto con gran facilidad, quedando prodigiosamente curados. Esta es una forma exquisita de no hacer pesar el favor del milagro, de no querer recibir el agradecimiento, sino de convertirse en deudor de quienes lo ayudaban: ¡Francisco se había forjado en la escuela de la bondad divina!
La oración, secreto de su personalidad
Ayuno cuaresmal por toda la vida, pobreza, humildad, caridad hacia todos: estas son las principales características de su método de vida espiritual, que le llevaron a vivir una experiencia contemplativa prácticamente ininterrumpida. En efecto, su corazón, purificado y libre de todo deseo de este mundo, ardía continuamente con el fuego del Espíritu. Francisco oraba siempre, en todo momento, tanto en el profundo silencio de la noche, en el Valle del torrente Isca, en su Paula natal, donde fue sorprendido por un testigo que “vio el valle, donde se encontraba Francisco, todo en llamas e iluminado por lo que, apresuradamente, volvió a su habitación lleno de espanto” (biografía del discípulo anónimo, cap. V), como en la soledad de su celda, donde a menudo se encerraba durante varios días consecutivos para dedicarse a la contemplación.
Quienes se acercaban a él tenían, en todo caso, la impresión de estar frente a una persona que oraba. En este sentido, dicho biógrafo anónimo contemporáneo, nos habla de un episodio que demuestra claramente cómo la oración continua se había convertido para él en una segunda naturaleza, o casi podríamos decir, en el secreto de su personalidad:
“Una vez, mientras trabajaba en el Convento de Paula y quitaba la tierra del lugar donde ahora se levanta el altar mayor, llegó la hora de ir a comer, pero el buen Padre se quedó allí solo. Cuando los religiosos terminaron de comer, fray Nicolás de S. Lúcido, volvió el primero y al acercarse al buen Padre, vio que trabajaba todavía en el mismo lugar, y que tenía sobre la cabeza una corona de brillantes colores, semejante a la que lleva el Papa. Ante esta visión se quedó maravillado, y corrió a referirlo a otro hermano, llamado Florentino; los dos corrieron y fueron testigos de la misma visión. Vueltos, llamaron al hermano oblato Angel de Saracena y, habiendo contemplado otra vez la visión, se volvieron profundamente asombrados” (biografía del discípulo anónimo, cap. VI).
He aquí, entonces, la prueba de que Francisco oraba siempre, incluso mientras realizaba las más variadas actividades, que no podían desviar su atención de la íntima unión con Dios que vivía continuamente. Y Dios, en su inescrutable Providencia, permitió tal manifestación extraordinaria ante los ojos asombrados de los testigos, y ordenó que esto sucediera mientras su Siervo estaba ocupado en una obra tan humilde y costosa como quitar la tierra del lugar donde se iba a construir el templo para el Señor.
Ejemplo para nuestro tiempo
Magnífico ejemplo, mensaje clamoroso para nosotros, hombres de la era tecnológica y secularizada, cristianos de la lucha diaria por defender los valores de la trascendencia de los ataques del materialismo y de la incredulidad, agentes de pastoral llenos de compromisos, cada vez más en una carrera contra el tiempo, y cada vez más necesitados de oración: la verdadera oración no necesita esquemas especiales, ni estructuras vistosas, ni técnicas especiales; no se necesitan estudios especializados, no la pueden impedir las muchas tareas a realizar. Debemos recordar, sin embargo, que la oración auténtica requiere la libertad interior de la persona que ora, y que esta libertad la adquieren sólo aquellos que están dispuestos, como Francisco de Paula, a dominarse y a controlar la propia carne, a despreciar las seducciones y los criterios engañosos del mundo, y a luchar valientemente contra el Enemigo, mentiroso y padre de la soberbia, utilizando las armas de la pobreza y la humildad.