Sería un error limitar nuestro conocimiento de Francisco de Paula sólo a la dimensión de su santidad, por la que es venerado como un gran santo, entre los grandes santos de todos los tiempos de la historia de la Iglesia.
En cambio, es importante valorar su fuerza como hombre, los trazos característicos de su personalidad humana, de los cuales se obtiene la figura de un hombre verdaderamente extraordinario. De las declaraciones dadas por los testigos de su vida resulta que su santidad no ha ofuscado en absoluto su humanidad, de por sí tan rica y extraordinaria, sino que sólo la ha elevado.
Un primer dato a registrar es el de su personalidad. No obstante, el que su estrato social, como hemos visto antes, estuviera ligado al mundo agrícola, él ha madurado una fuerte personalidad, rica de dotes verdaderamente extraordinarias, como las organizativas y de gobierno, y un alto nivel moral. Y todo esto es una realidad verdaderamente excepcional si consideramos su posible falta de estudios. Si Francisco de muchacho tuvo o no una formación cultural, es un tema debatido entre los historiadores. La imagen que de él nos ofrece el enviado de Pablo II, que lo llama aldeano y rudo, nos podría inducir a pensar que el Ermitaño de Paula haya estado privado de toda instrucción, privado incluso de la capacidad de leer y escribir. También la expresión usada por Simonetta en la Relatio llevaría a las mismas conclusiones: Hombre sencillo y rudo privado de todo conocimiento de letras.
La tesis de una total carencia de formación cultural es sostenida por los Bolandistas. Papenbroeck escribió: En el tiempo en que vivió San Francisco era raro el conocimiento de las letras, también entre los hombres de alta posición y de gobierno, excepto entre los clérigos; por lo que una persona que a los doce años se aleja de la casa paterna y lleva durante toda la vida una experiencia de soledad, no podía escribir nada de propia mano. Contra esta opinión escribió Perrimezzi, sosteniendo en cambio que Francisco tuvo una inicial formación literaria a la que proveyeron sus padres, con la intención de encaminarlo al estado religioso. El mismo Perrimezzi intenta armonizar su tesis con las afirmaciones que hablan de él como de iletrado, dando al término el significado de hombre no versado en ninguna ciencia. Algunos testigos de los Procesos hablan de él como de un iletrado; pero de otras declaraciones tenemos noticias que dejan entender, sin embargo, la existencia de una cierta cultura, al menos la esencial para saber leer y escribir. Los testigos cuentan cómo explicaba la Escritura a la gente, citando algunas veces frases en latín. Algunos testimonios, en fin, se refieren a cartas escritas por él.
No falta quien ha hablado de él como de poeta, atribuyéndole también un poema sobre la Pasión.
Por tanto, podemos concluir la cuestión diciendo que Francisco tenía capacidad de leer y escribir, aunque no era un literato en el sentido técnico de la palabra y, si no se había adentrado en las ciencias ni sagradas ni profanas, sí tenía un conocimiento suficiente de la Biblia, que le consentía poderse dirigir al pueblo con verdaderas predicaciones. Las condiciones familiares, según las afirmaciones de Perrimezzi, habrían consentido muy bien esta formación inicial, interrumpida ciertamente por la opción eremítica hecha en su juventud.
La inteligencia de la que era dotado, unida a una instrucción elemental, le permitió una capacidad de adaptación a las distintas situaciones, en las que le tocó vivir, logrando moverse con sabiduría, prudencia y discreción, como si hubiera vivido siempre en el contexto de aquellas situaciones que poco a poco se le presentaban en la vida y que han sido muchas, como veremos, y todas tan diversas y revolucionarias para sus opciones originarias.
Él supo, además, captar el significado más íntimo y escondido de estas situaciones. No hay que minusvalorar al respecto una observación llena de admiración de Ph. De Commynes, a propósito de la estancia de Francisco en la corte del rey de Nápoles: Fue honrado y acogido como un gran legado apostólico, tanto por el rey de Nápoles como por sus hijos, y ha hablado con ellos como un hombre educado en la corte. Por consiguiente, el ermitaño aldeano y rudo lograba moverse en la corte como un hombre versado en aquellos ambientes y en aquel estilo de vida. Este hecho es índice de una capacidad de adaptación y de una inteligencia que sólo tienen las personalidades fuertes.
Él se manifiesta, además, como un hombre de gran equilibrio, rico en sentimientos, abierto como pocos a lo nuevo de la vida, que sabe captar con inteligencia y amplitud de miras. Pero sabe dominar los propios sentimientos y sabe dominar, además, los acontecimientos, logrando canalizarlos con prudencia y orientarlos hacia objetivos bien precisos. Como es característico de todas las personalidades fuertes, ha canalizado todos los acontecimientos de su vida en el contexto de aquellos objetivos, que él se prefijaba, no desistiendo nunca de ir tras ellos hasta alcanzarlos. Tenemos un gran ejemplo, como veremos, a propósito de la aceptación y aprobación, por parte de la Iglesia, de una Regla propia suya. Pero la prerrogativa más grande de su personalidad de hombre que crea una admirable síntesis con el aspecto más alto de su santidad, o sea la caridad, es su comportamiento de amor, capaz de promover y difundir vida alrededor de él. Su vida, observada con los ojos de la psicología moderna, nos ofrece la imagen de un hombre que posee en plenitud el arte de amar: El hombre Francisco, con su auténtico comportamiento de amor -elegido en centro organizativo de su personalidad- representa la única respuesta verdaderamente sana a las contradicciones de la existencia humana.
Francisco responde con su comportamiento a la pregunta de Fromm si es posible el amor en una civilización represiva. Y responde a ello, a juicio de la autora, a través de un modelo de vida, que era la realización concreta del modelo del comportamiento cristiano en el que el amor, en su forma madura, implica fe, actividad, humildad, valor.
G. FIORINI MOROSINI, Il Carisma Penitenziale di S. Francesco di Paola e dell’Ordine dei Minimi, pp. 115-118.