Corría el año 1864 y Sor María de Jesús cayó enferma de un tumor blando en la rodilla que le causó la parálisis del miembro. El tratamiento médico que se le dio inmediatamente no surtió efecto y la pobre, con gran dolor y muchas limitaciones, transcurría su vida en el monasterio.
Un día, en que era acompañada hasta su celda por Sor Filomena, al final de la Misa, mostró su desaliento con respecto a una posible curación. “¡Ánimo, hermana mía, ánimo! –la consoló sor Filomena, y continuó– Se curará pronto. Con su permiso, quiero hacer una cosa a su Caridad, pero a condición de que se no lo revelará a nadie”.
Sor María de Jesús le prometió que guardaría silencio, fuera lo que fuese, pero seguramente no podía esperarse lo que estaba a punto de suceder… Sor Filomena comenzó a quitarle las vendas que le envolvían la rodilla, dejando al descubierto la repugnante llaga. Una vez descubierta, se inclinó sobre la herida y la besó repetidas veces, lamiéndola: al contacto de sus labios el tumor desapareció por completo, como la marca de una tiza en la pizarra cuando se pasa la esponja. Sor María de Jesús miró con asombro su rodilla completamente curada y conmoviéndose, se quedó sin palabras.
Sor Filomena, mirando la rodilla, dijo con toda normalidad: “¡Quién sabe cómo se habrá ido! –y añadió bromeando– ¡Adiós!”.