A la edad de dieciséis años, aunque con miedo, Filomena decidió revelar a sus padres la íntima convicción que sentía en su corazón, de ser llamada por el Señor a una vida de especial consagración a Él dentro de los muros de un monasterio. ¡Rayos y truenos cayeron ese día en la casa Ferrer!
Los padres, precisamente porque eran fervientes cristianos, temían que su hija se estuviera engañando a sí misma, especialmente la señora Josefa, que estaba convencida de que todo eran fantasías románticas de su joven hija, y para que se le pasase esa vana ilusión, despidió a la criada y desde aquel momento le confió el cuidado de la casa.
De este modo, Filomena pasaba los días entre las escobas, las agujas, el hilo, los infiernillos y ropa sucia que lavar.
Una tarde se enfureció aún más su madre, y dio un giro aún más duro a su oposición: Filomena quería ir a la iglesia a hacer una visita al Santísimo Sacramento. Había terminado las tareas domésticas y quería aprovechar el poco tiempo libre que tenía para estar con Jesús.
Le pidió permiso a su madre para salir, pero Josefa cegada por la ira, le dio una bofetada tan fuerte, que la mejilla de la hija se quedó morada.
Al recibir ese inesperado golpe, Filomena inmediatamente bajó los ojos y se quedó sin decir ni media palabra, sin ninguna reacción, solamente con el gesto de llevarse la mano a la cara.