¡Hagamos fiesta en el Señor!
Esta es la gran invitación al júbilo que la liturgia pascual nos repite insistentemente: ¡hagamos fiesta en el Señor! Una fiesta que sin duda debe exteriorizarse también en la comunión gozosa con los hermanos, pero que debe ser sobre todo íntima: es la alegría profunda del creyente que contempla el rostro radiante y glorioso de Cristo vencedor, que nos invita a comenzar la fiesta de las bodas, porque han sido ya derrotados todos los enemigos, incluso la muerte, y nadie puede perturbar la alegría incontenible de un encuentro que debe perdurar por la eternidad, a lo largo de los siglos… Y es en la contemplación del Cristo glorioso, nuestra vida y nostra salvación, donde podemos profundizar aún más el sentido de la existencia del hombre, de su vida, de su muerte y de su vocación a la inmortalidad.
En efecto, para Cristo la última palabra pronunciada por el Padre no fue la pasión o la muerte, fue la resurrección. La resurrección y la glorificación del Señor Jesús nos han revelado así el sentido profundo de su existencia humana, incluida la muerte y, como consecuencia, nos revelan el sentido profundo de toda existencia humana, que en Él encuentra el paradigma de su perfección.
Es en esta perspectiva de la eternidad donde el valor de la vida del hombre en la tierra, por una parte se relativiza, y por otra parte se amplía. Se amplía en la misma proporción en que se relativiza, es decir, en la medida en que se refiere a otro valor mayor que ella misma: la vida eterna en comunión de amor y conocimiento con Dios. Puesto que la vida terrena se convierte en el presupuesto, en la condición sin la cual el acceso a la eterna bienaventuranza no es posible, podemos entender cómo cada momento de la vida humana tiene un valor infinito, porque en cada momento el hombre puede acercarse a Dios, pedir perdón por sus pecados, acoger su palabra de Amor. Si, por el contrario, consideramos la experiencia terrenal del hombre como un valor absoluto, se encoge, porque al perder la referencia a otros valores mayores, permanece en sí misma demasiado pequeña, demasiado limitada. La vida del cristiano tiene un valor infinito porque es un «ser vivo para Dios», como enseña el Apóstol Pablo (cfr. Rom 6, 3-4.11).
La muerte física también tiene su propio valor y dignidad: no es la degradación de la persona humana, no es la última palabra, la derrota total. Si desde las primeras páginas de la Biblia, el libro del Génesis, la muerte se nos presenta como consecuencia del pecado cometido, en Cristo se convierte en precio de redención. Él, en efecto, ofreciendo libremente su vida, por nuestro pecado, no por el suyo, nos ha reconstituido en el la amistad con Dios, nos ha unido a Él y nos ha hecho sacerdotes de la Nueva Alianza, un sacerdocio en virtud del cual también nosotros podemos ofrecer nuestra vida a Dios, unida a la de Cristo, como sacrificio por la remisión de nuestros pecados.
La acepttación de la muerte física, unida a la muerte de Cristo, es el gesto por el cual podemos decir a Dios nuestra palabra definitiva: que reconocemos haber cometido un error, que estamos tristes por nuestros pecados, y que aceptamos y nos sometemos al justo juicio de Dios, estando seguros de que ya hemos obtenido en Cristo el perdón y la bendición de la vida eterna.
La muerte se convierte, entones, para nosotros los cristianos, en el momento más importante y pleno de la vida, como lo fue para el Señor Jesús. El momento en que el hombre está llamado a alejarse definitivamente de la maldad y la idolatría del propio “yo”, y a adherirse al Dios vivo prestándole el obsequio de la adoración y de la obediencia a sus designios sapientísimos, realizando así el acto supremo de su libertad a través de la adhesión total y definitiva al Bien Supremo.
Es muy importante para nosotros, que celebramos la Pascua de Cristo con fe, saber insertarnos en el misterio de la salvación a través de la aceptación de las tribulaciones de la vida presente y de la muerte misma. Es la condición para poder ser verdaderamente partícipes de la gloria del Resucitado: «Porque si hemos estado completamente unidos a Él con una muerte similar a la suya, también estaremos unidos a su resurrección» (Rom. 6,5), «Porque el peso momentáneo y leve de nuestra tribulación nos trae una inmensa y eterna cantidad de gloria» (II Cor 4,17).
¿Cómo podríamos, de hecho, celebrar dignamente la Pascua de Cristo si nos negásemos a participar en su lucha contra el pecado y el mal, o si no aceptásemos contribuir, aunque sea en lo más mínimo, a satisfacer el precio de nuestro pecado?
¿O si ante la muerte, la nuestra y la de nuestros seres queridos, nos dejáramos llevar por el desánimo o la desesperación? ¿O si quisiéramos usar la muerte como un objeto más para alcanzar nuestros caprichos…? ¿Cómo podríamos decir entonces que creemos en Cristo resucitado y que esperamos compartir la gloria de su re-surrección?
La gloria del Resucitado es para nosotros una luz de de esperanza que ilumina la vida y la muerte, y que nos permite amar la vida y no temer a la muerte, sino encontrar el justo equilibrio que la fe nos propone, en el cual podemos celebrar y regocijarnos porque el antiguo enemigo ha sido derrotado y ahora la muerte es el paso a la inmortalidad.
«Y todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen, de gloria en gloria, según la acción del Espíritu del Señor» (II Cor 3, 18).