Recibió de San José una gracia extraordinaria
Leyendo los testimonios que nos reporta el proceso para la canonización de sor Filomena de Santa Coloma, saltan a nuestros ojos las numerosas testificaciones de la particular devoción que la Venerable nutría por San José. Interrogadas sus hermanas acerca de las devociones de la Ferrer, citan concordemente, además de la devoción al Corazón de Jesús y a la Inmaculada –los grandes amores de la Mínima de Mora de Ebro- la devoción al Arcángel san Miguel, san José, san Francisco de Paula, santa Teresa de Jesús, san Luis de Gonzaga y santa Filomena, santa de la que llevaba el nombre.
Pero lo que unió a nuestra hermana, de modo particular, con el padre putativo de Jesús, fue la gratitud que de modo especial tenía hacia él con motivo de una gracia concedida por Dios, precisamente por manos del Custodio de Jesús y de María. Estamos hablando del velo de la pureza que, en 1868, recibió como don inestimable, después de un triduo de austeras penitencias, oraciones y ayunos pedido por el Corazón de Jesús a la Venerable y a través de ella a su comunidad y a otros dos monasterios. Lo que sucedió lo narra ella misma en un escrito fechado el 11 de marzo 1868.
Un día, encontrándose sin ser dueña de sus potencias, le pareció estar ante el Santísimo Sacramento y se le apareció un venerable anciano, que reconoció ser san José. El Santo Patriarca, acercándose le colocó sobre la cabeza un velo de una blancura nunca imaginada que le cubrió no solo la cabeza, sino todo el cuerpo. Lo que significaba lo comprendió enseguida: era una espléndida armadura para su pureza. Pero no sólo era eso… el Padre Dalmau, su confesor, a propósito de este velo testificó que, además de ser una garantía para la custodia de su pureza, constituyó también el merecido premio que se le otorgaba por la derrota infligida al demonio a través de la resistencia a sus intentos de hacerla caer en el pecado de lujuria. De hecho, tanto en relación con la gula como con la virtud de la pureza, sor Filomena experimentó las más insoportables tentaciones, saliendo siempre victoriosa. Tengamos presente que el maligno se le apareció muchas veces con el aspecto de hombres que ella conocía, en su misma celda, tendido sobre una estera donde ella dormía, en actitudes indecentes a las que le pedía que se uniera. En estas ocasiones, sor Filomena, no dudó de sacar las uñas y defenderse de aquel que deseaba su perdición.
San José, recubriéndola con ese velo, le hizo comprender el valor que tenía: ponerla a salvo de las tentaciones presentes y de las que en un futuro experimentaría. Este velo que inundó, o si queremos decir, recubrió de fuerza y confianza a la joven Mínima, (en ese momento tenía veintisiete años) fue la enésima joya con la que el Esposo adornó a su esposa.
Es indicativo que precisamente de manos de san José, el Señor haya querido dar dicho don a su amadísima hija: en efecto, así como él fue el custodio de la integridad de la Virgen María, lo vemos en cierto modo continuar esta misión, mediante el don del velo de la pureza a sor Filomena. San José, representado a menudo con un lirio blanco entre las manos, como nos ha llegado a través de la narración apócrifa de su elección como Esposo de la Santísima Virgen María, es realmente el icono del candor y la limpidez. Al contemplarlo mientras reviste de este velo níveo a la joven monja Mínima, deseamos señalarlo como ejemplo de pudor y pureza y queremos invocarlo para que custodie la virginidad de los jóvenes, la castidad y la fidelidad de los esposos cristianos y para que ilumine con su vida la vida de cuantos prefieren las tinieblas del pecado a la Luz del Verdadero Bien.