Era tal el gran amor que Sor Filomena tenía por el Sagrado Corazón de Jesús que los que entraban en contacto con ella se sentían impulsados a amarlo con más intensidad. En su comunidad había difundido la práctica piadosa de los primeros viernes de mes con la intención de reparación y había conseguido que todas se consagraran al Sagrado Corazón.
Pero, si en estos casos se había prodigado con mucho fervor y conscientemente, había otras ocasiones en que su amor, tan ardiente, se volvía tan incontrolable que estallaba en manifestaciones de las que ella no era dueña. Como aquella vez en que exclamó de repente: “Quisiera, amor mío, golpear y herir vuestro Corazón con dardos de amor, herirlo y traspasarlo como cuando estabais en la cruz” y cuando una hermana la hizo volver en sí, confundida y avergonzada decía: “Hermanas, no hagan caso, que mi soberbia es grande”.
La verdad era, más bien, que su amor por el Señor era grande, al igual que su humildad y fervor y ello edificaba a las demás animándolas a una entrega más fuerte de sí mismas a Dios.
Como ya hemos dicho, no fueron sólo las hermanas las que se beneficiaron de la cercanía de Sor Filomena, sino todos aquellos que de una forma u otra entraron en contacto con ella.
Sucedió una vez que un sacerdote de la ciudad de Valls fue al monasterio de las Mínima y se entretuvo algún tiempo en el locutorio conversando con sor Filomena de Santa Coloma. El sacerdote se llamaba don José Martì, hombre culto y muy piadoso, amigo del confesor de las monjas, el padre Narciso Dalmau. Precisamente a este, don Martì le contó el encuentro con sor Filomena diciéndole una frase que resumía todo el encuentro: “Salí de su conversación con los bolsillos llenos de amor a Dios”.