Estos son los elementos que componen la experiencia de la gruta del Paulano y que encontramos presentes durante toda su vida: el deseo de soledad y silencio, la voluntad de relativizar las cosas, el amor a la oración, y todo ello para vivir una fuerte experiencia de Dios, que diese sentido a la vida. Así es el hombre renovado por el Espíritu, que hace de su vida un servicio y una alabanza a Dios.
Se identifican aquí las premisas de esa intuición que la iconografía clásica ha expresado representando a San Francisco extático y contemplativo ante el misterio de Dios, representado por el emblema “charitas”, que quiere expresar simbólicamente ese amor a Dios, que era su pasión constante, y al que se refiere cada vez que exhorta a los demás a actuar, a hablar, a pensar, “por caridad”.
Estos fueron los inicios en Paula. Esto significó la gruta de Paula al comienzo de la hermosa aventura del ermitaño Francisco, el futuro fundador de una Orden religiosa, el futuro ermitaño diplomático, que durante veinte años ejercerá una influencia considerable en la corte del rey de Francia por la paz en Europa.
Una aventura que comienza en una gruta, imagen de desierto, de fractura con el mundo, de silencio, de soledad; signo de oración contemplativa, de contacto extático con la naturaleza, de arrebatamiento celestial en la contemplación de Dios.
[…] La gruta es sinónimo de desierto, por tanto, de lugar privilegiado para los grandes encuentros con Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,16). […] Como en las grandes llamadas de la historia de la salvación, donde el desierto aparece como una oportunidad para comprender el significado de la llamada de Dios y de su proyecto sobre el hombre, incluso cuando este hombre es Jesús, el mismo Hijo de Dios, así también en la experiencia de fe de San Francisco de Paula el desierto y la gruta son el lugar de su maduración espiritual, primero en la comprensión y después en la aceptación del plan de Dios para él. […]
Por lo tanto, no se puede entender a San Francisco de Paula, ni su experiencia espiritual, ni su acción apostólica, sin una comprensión profunda del papel que la experiencia de la gruta tuvo en su vida. En el arco de sus noventa y un años, todo recibe luz y fuerza de esa experiencia. La gruta es un signo de su profunda unión con Dios, de una vida inspirada en la fe; es una llamada profética a la primacía de Dios sobre todas las cosas y de la subordinación de todas las cosas a Él. En la experiencia de la gruta, la oración y la penitencia están íntimamente unidas, se complementan; la una se relaciona con la otra en una síntesis admirable, ofreciéndonos el ejemplo de una vida totalmente vivida para Dios. Los testigos de la vida de Francisco nos lo presentan como el hombre enamorado de Dios, el hombre que ardía en “caridad”.
(Giuseppe Fiorini Morosini, L’esperienza della grotta
nella spiritualità di S. Francesco di Paola, pp. 10-12)